Lo confieso: Este año no he asistido a ARCO. Quizá me acuséis de hereje si digo que me aburren las ferias de arte. Que la visita a miles de metros cuadrados empapelados de obras no me aporta más que un severo dolor de pies. Quizá porque el arte y su mercado aún no me ha interesado profesionalmente. A pesar de ello cada año acudo a convocatorias como ESTAMPA o DEARTE con suma pereza y con la única intención de conocer las “nuevas tendencias”.
En comparación a la pintura, la escultura o el grabado, la presencia de la fotografía en este tipo de ferias era anecdótica hasta hace muy poco tiempo. Sin embargo, galeristas y coleccionistas comienzan a entenderla como una disciplina igualmente valiosa. Tanto que a estas alturas, al igual que ocurre con la pintura, el mercado fotográfico ya no está al alcance de todos los bolsillos. Los elevados precios que se pagaron en las casas de subasta más prestigiosas del mundo permitieron que el mercado de la fotografía se incrementase un 207 % en la pasada década. Casi el 80% de esa cuota se quedó en Estados Unidos donde se vendieron obras ya conocidas como “99% Díptico” de Andreas Gursky al precio de dos millones y medio de euros o “El estanque. Claro de luna” de Edward Steichen por algo más de dos millones. Ahora que alguien ha pagado por las obras ya no vale la pena entrar en valoraciones de si cuestan ese dinero. Sin embargo hay otro valor que a mi parecer las hace diferentes:
“El estanque”, de 1904 y creada con la técnica de la goma bicromatada es una obra única e irrepetible. La de Andreas Gursky sin embargo se trata de una impresión de tinta cuyo único impedimento para lograr una segunda copia es el que ponga su autor o aquel que posea el archivo original.
Hasta aquí todos de acuerdo. ¿Pero qué pasaría si existiesen nuevas copias de la obra de Gursky? Sencillamente que dejaría de ser exclusiva y por consiguiente perdería parte de su valor. Actualmente el modelo de mercado obliga a la fotografía a funcionar de manera similar al grabado o la litografía, es decir, realizando una tirada numerada y certificada por su autor. A menor tirada, mayor precio y viceversa. Y es con ese numerito y el papel sellado anexo a la obra que adquirimos lo que nos hace sentir especiales, dueños de un objeto casi único. Me divierte pensar que para mucha gente eso significa algo importante.
Quizá galeristas y coleccionistas añoran demasiado los hermosos años del daguerrotipo, cuando de una placa fotosensible no se podían extraer copias, olvidando que hoy día la tecnología ha evolucionado hasta tal punto que podríamos hacer centenares de copias exactamente iguales sin percibir una sola diferencia. A mi parecer en este aspecto reside el valor de la fotografía contemporánea entendida como arte. Si un fotógrafo realizase un trabajo excepcionalmente bello y con los medios a los que tiene acceso ¿no debería verse comprometido a compartir su obra con el mayor número de público en lugar de entregárselo a un único propietario? Podría encontrar una justificación si finalmente dichas obras fuesen adquiridas por entidades públicas o privadas para ser exhibidas en salas al alcance de todos. A veces pasa, pero la realidad es que muchas de las grandes obras terminan en colecciones privadas que no vuelven a ver jamás la luz. ¿Por qué esta actitud sólo se aprueba con las disciplinas plásticas? ¿Se imaginan que la mejor compañía de teatro del mundo sólo actuase para quien pagase más por ver su obra? Así funciona el mercado del arte. Si ese método no le gusta, olvídense de exponer en galerías y mucho menos de vender su obra.
Yo duermo tranquilo haciéndome creer a mí mismo que las obras que se adquieren para disfrute personal en ferias como ARCO están más cerca del capricho que del arte. No se enfaden. Todas estas divagaciones, al igual que el arte contemporáneo, son totalmente subjetivas.