miércoles, 7 de octubre de 2009

Entrefotos ´09

Entre los días 1 y 4 de octubre ha tenido lugar la XI edición de Entrefotos, una convocatoria anual organizada por la asociación fotográfica del mismo nombre. Consolidada como uno de los mercados de referencia de arte fotográfico en Madrid, la feria-muestra reunió a un total de cuarenta nombres entre artistas invitados y seleccionados. Durante la sesión inaugural se entregó el premio a Julio Álvarez Sotos, director de la galería Spectrum Sotos por su contribución a la fotografía española.

La variedad de nombres hasta ese momento desconocidos me empujó a visitar la muestra con la ilusión de disfrutar de una selección de lo más fresco del panorama fotográfico español. Sin embargo, al abandonar el Museo de Arte Contemporáneo donde se celebraba la feria tuve la sensación de que lo que había visto me había sabido a poco. No solo fue el segmento de autores que inexplicablemente convenció al jurado para ser expuesto sino la carencia general de ideas novedosas. La prevalencia técnica sobre la monotonía temática fue una de las constantes. La puesta en escena de ideas propias de una academia infantil, otra. He de decir que cualquier obra que necesite un manual de instrucciones para ser comprendida o sencillamente disfrutada queda totalmente apartada de mi interés. Aún con todo, unos pocos autores merecen ser mencionados por méritos propios.

En primer lugar, la propuesta de Jorge Miguel Blázquez, una serie de sugerentes retratos con aire publicitario orientado por el surrealismo y la calidad técnica. También guiado por los espacios surrealistas, las series “Hotel Troya” y “Osteobotánica” de Emilio López-Galiacho, posiblemente la propuesta más sólida de toda la muestra.

No en la totalidad de su obra pero sí parcialmente, la fotógrafa colombiana Alejandra Duarte me sorprendió con una serie de retratos y autorretratos cuya personal visión hace preguntar al espectador por la mirada de sus protagonistas.

El género documental quedó defendido con creces gracias a los trabajos de Ángel Gutiérrez y Rubén Morales. El primero, una representación colorista de buena parte del continente asiático. El segundo nos presenta la Cuba recóndita teñida de un exquisito blanco y negro, una clara muestra de que recurrir al lenguaje clásico sigue aportando a cada imagen una emocionante lectura.

Desde un punto de vista meramente estético caben destacar las fotografías de Borja Delgado y Mati Irizarri, temáticas paisajísticas con cierto aire pictorialista, la serie “Sides Playas” de Axelle Fossier y las visiones imposibles de Alberto Zarzosa, que presentaba una creativa interpretación de la archiconocida técnica panorámica, obteniendo imágenes imposibles de alcanzar para el ojo humano.

Mención especial merece la obra de José Manuel Magano, fotógrafo cuya obra se desarrolla íntegramente con técnicas del pictorialismo fotográfico tales como la goma bicromatada o la calitipia. El valor de este trabajo reside principalmente en la capacidad de su autor para retomar dichas técnicas, olvidadas injustamente por escuelas y profesionales. Cada pieza es única e irrepetible, como si de el lienzo de un pintor se tratase. Magano recurre a los temas clásicos del paisaje y el retrato femenino para recrear la estética original de finales del s. XIX y principios del XX, imágenes bañadas por una nebulosa preciosista propia de su procesado artesanal. Una auténtica delicia.

Desconozco cuántos porfolios tuvo que visionar el jurado. Ahora bien, quisiera creer que la discutible calidad general de los trabajos escogidos se debe a la escasa participación. Si los tres nombres encargados de la selección de obras consideran que el arte fotográfico actual queda reflejado en esta muestra, entonces sólo puede significar una cosa: el futuro de la fotografía lo encontraremos colgado en las paredes de IKEA.

miércoles, 1 de julio de 2009

El Velatorio de Juan Larra, 1951

La mala racha de fallecimientos de personajes ilustres del mundo de la cultura (Antonio Vega, Mario Benedetti, Michael Jackson o Pina Bausch) me ha empujado a escribir sobre el nunca bien recibido tema de la muerte. Ayer mismo hablaba con mi amigo Jim McGarcía sobre qué sentido tiene la vida si no somos capaces de dejar herencia alguna que sea de utilidad para las generaciones futuras, por insignificante que nos parezca. Los nombres que arriba cito son buen ejemplo de ello. Su arte en cualquiera de las disciplinas que ejercitaron será inmortal y su trascendencia bien merece una vida.

La muerte ha estado presente en la fotografía desde sus comienzos cuando en el siglo XIX toma el relevo a la pintura de género post-mortem, originaria al parecer del siglo XVI. La práctica se populariza hasta el punto de encontrar anuncios de fotógrafos en los periódicos ofreciéndose para fotografiar a los difuntos por módicos precios. En un principio realizaban estos trabajos en sus estudios pero por razones higiénicas se decide posteriormente tomar las fotografías en la propia casa del difunto. Este género, que encontró la mayoría de sus modelos entre la población infantil, desapareció al mismo ritmo que nacía la Revolución Industrial en Europa, cuando la muerte se fue apartando de la vida cotidiana para convertirse en algo “excepcional”. Sin embargo la fotografía de “angelitos” como se la conocía en Europa se prorrogó en America Latina durante varios lustros más. Por la concepción actual que se tiene de la muerte en todo Sudamérica (en especial en los países menos desarrollados) podemos hacernos una idea de por qué no se concebía esta práctica como algo morboso sino más bien como un momento de la vida al que había que rendir tributo y admiración.

No por ello la muerte ha desaparecido de entre las imágenes que consumimos a diario. Alimentado por el morbo y camuflado bajo el derecho a la información, la fotografía periodística en especial se esfuerza por acercarnos los momentos más espeluznantes del ser humano hasta el punto en el que la insensibilidad ante tales imágenes está completamente asumida. Es un tema mil veces debatido y ante el cual me veo incapaz de arrojar ninguna idea nueva.

En la historia de la fotografía encontramos varios ejemplos de autores que lograron mostrar la muerte con aire poético, unos dedicados casi en exclusiva a estos sucesos como el polaco emigrado a Estados Unidos Wegee, capaz de llegar al lugar de los hechos antes que la policía o las escalofriantes imágenes de Enrique Metinides en Ciudad de Mexico. También cualquiera de los fotógrafos de guerra con Robert Capa a la cabeza o aquellos que sin esperarlo toparon su objetivo con la muerte. Es el caso de Eugene Smith, fotógrafo ensayista que en 1951 publicó la fotografía, en mi opinión, más impactante de un cadáver que haya visto, “The Wake (El Velatorio)”.


Dicha imagen no es especialmente desagradable ni perversa pero su crudeza se hace patente en el escuálido rostro del difunto, Juan Larra. Eugene Smith fotografió esta escena en España, concretamente en el pueblo de Deleitosa, en Extremadura, dentro del ensayo que estaba realizando para la revista “Life” sobre la España franquista de los años cincuenta y que llevaría por título “Spanish Village”. La historia cuenta que cuando Smith llegó a este lugar se mostró especialmente compasivo y respetuoso con la familia. Seguro de que detrás de la puerta se escondía una imagen que haría historia, cuando apareció el hijo del difunto le preguntó si sería un gesto muy irrespetuoso que entrase a tomar una fotografía. Éste le respondió que sería un honor.

Otra anécdota curiosa, cuya veracidad desconozco es la siguiente: Cuando Smith publicó el reportaje en la revista Life (de cuyo número se vendieron veinte millones de ejemplares en todo el mundo) un hombre estadounidense se enamoró de la muchacha que aparece en el centro de la imagen, Josefa Larra, a quien escribió con la oferta de casarse y convertirla en una actriz de cine. Pero la muchacha, que tenía novio, lo rechazó. La presión que supuso para Josefa dicho incidente provocó que su novio la abandonase, dejándola soltera el resto de su vida.

El atractivo de esta fotografía reside en su humanidad, patente en el respeto que el fotógrafo muestra por los presentes, quienes no parecen siquiera percatarse de su presencia. La composición, totalmente casual, recuerda a la pintura barroca, donde los rostros destacan especialmente luminosos en contraste con la profunda negritud de las vestimentas. Gracias a estos personajes y los que completan el reportaje (excepcionales por ejemplo las fotografías de los guardias civiles o las hilanderas), Smith logra transmitir la historia que quería contar con “Spanish Village”, evidenciando su postura ante el régimen y dándola a conocer a todo el mundo a través de emocionantes imágenes.

“The Wake” está considerada como una de las cien mejores fotografía de la historia.

miércoles, 10 de junio de 2009

The Family of Man (1955-1964)


Todos alguna vez hemos visitado una exposición fotográfica y en mayor o menor medida todas se parecen: imágenes consecutivas sobre una pared, perfectamente alineadas y enmarcadas. El concepto es tan simple y universal que cuesta imaginar otra forma de plantearlo. Sin embargo, el contenido de las imágenes ha variado y adaptado a cada época, generalmente motivado por movimientos artísticos y situaciones sociopolíticas. Mientras que hasta la Primera Guerra Mundial la fotografía cumplía una labor decorativa, puramente estética, tras la Segunda cobra un interés global por las imágenes documentales o periodísticas centradas en los problemas de la sociedad. La fotografía toma el cariz de “lengua universal” y se preocupa por dar testimonio de la dignidad humana. Nace así la “fotografía humanista” de la mano de celebérrimos fotógrafos: Cartier-Bresson, Bill Brandt, Dorothea Lange, Robert Doisneau o Robert Cappa entre otros muchos que saltan a la calle armados con cámaras ligeras a capturar la realidad. A partir de ese momento la fotografía se afianza como documento social, disciplina que en su forma apenas evoluciona hasta nuestros días.

El punto culminante de ese mensaje humanista lo constituyó la exposición itinerante “The Family of Man” (La familia del hombre), inaugurada en 1955 en el MoMA de Nueva York. El promotor de la misma fue el fotógrafo Edward Steichen, que en ese momento ocupaba el puesto de Jefe del Departamento de Fotografía. Junto con su ayudante Wayne Miller visionaron durante tres años más de dos millones de fotografías procedentes de setenta países tomadas por fotógrafos famosos y desconocidos. De ahí seleccionaron 500 fotografías en blanco y negro para ser colgadas, ordenadas por temas, en el museo de Nueva York. Para su montaje contaron con el diseño de Paul Rudolph quien confeccionó una disposición tridimensional de las fotografías (sin enmarcar) y con formatos que variaban desde los pocos centímetros a los murales.















La exposición resultó ser un éxito de manera que el gobierno de Estados Unidos decidió comprarla y enviarla por sesenta y nueve países entre 1955 y 1964 donde fue vista por más de nueve millones de personas, siendo así la exposición más vista de la historia. La exposición no pisó suelo español debido a la falta de comunicación con el gobierno estadounidense. A pesar de eso, los ecos del éxito resonaron en nuestro país donde los fotógrafos más jóvenes “se iluminaron” ante aquel innovador empleo de la fotografía.
Finalmente, en 1964, Steichen solicita al gobierno regalar la exposición a Luxemburgo, su país de procedencia y donde aún no había llegado la muestra. Así fue, y allí se exhibe de forma permanente hasta nuestros días. El catálogo se sigue editando y se han vendido ya más de tres millones de copias.
El año pasado el Museo de Arte Reina Sofía programó una magna exposición sobre la obra de Steichen que llevaba el título de “Una epopeya fotográfica”. En ella se recorría la trayectoria del fotógrafo, desde sus inicios pictorialistas, pasando por sus trabajos en revistas de moda hasta llegar a su tarea a cargo del MoMA. Para ilustrar esta última etapa se reconstruyó parte de The Family of Man y se proyectó un audiovisual en tres dimensiones recreando el montaje original.


Según las propias palabras de Steichen, su propósito era “acercarse a la vida cotidiana de la gente en común, a sus preocupaciones, a las cuestiones básicas del ser humano como el amor, la muerte, la infancia, el trabajo, la diversión, la familia, la educación… mostrando la igualdad entre personas de lugares muy alejados en el espacio, de culturas muy diferentes, de religiones, razas y edades también distintas”. La realización la llevó a cabo, seguía, “con un espíritu apasionado de amor y fe en el hombre”.

El mensaje que pretendía transmitir Steichen fue criticado por su exceso de optimismo, el cual fue calificado por Roland Barthes de simplista y anticuado, totalmente inútiles en el mundo en que vivimos según el ensayista. En cualquier caso la exposición suposo una revolución que pronto sería imitada. El contenido de la misma es la propia vida que nos habla directos al corazón. Personalmente creo que harían falta más propuestas de este tipo y dejarnos de tanta mediocridad disfrazada en obras cargadas de retórica y carentes de sensibilidad y belleza que tanto abundan en el arte de nuestros días.



sábado, 30 de mayo de 2009

El fotógrafo "no muerto"

Entre todos los campos en que se desarrolla la fotografía (aplicaciones tan diversas que van desde el reportaje informativo hasta la fotografía de rayos X e incluso invadiendo otros ámbitos como la cinematografía) quizá uno de los más influyentes es la publicidad. La publicidad podría ser sinónimo de persuasión y se me apuran, incluso de engaño. Todos somos conscientes de que en la publicidad todo se manipula, todo se construye bajo techos de belleza idealizada para transformar un producto totalmente innecesario en la solución a todas nuestras necesidades. Aún así, siempre compramos el que tiene la foto más atractiva en el envase.
Sin embargo la fotografía no nació con ese fin si no con el de representar la realidad tal y como es. Eso es lo que los primeros usuarios veían en la cámara oscura, un artilugio fiel a la mirada del ser humano. Pero pronto se haría pública la “primera mentira” fotográfica.
En 1840 se pudo ver en París la fotografía de un hombre ahogado a la orilla del río Sena, semidesnudo y con una nota al dorso en la que se podía leer:

"Este cadáver que ven ustedes es el del Señor Bayard, inventor del procedimiento que acaban ustedes de presenciar, o cuyos maravillosos resultados pronto presenciarán. Según mis conocimientos, este ingenioso e infatigable investigador ha trabajado durante unos tres años para perfeccionar su invención. La Academia, el Rey y todos aquellos que han visto sus imágenes, que él mismo consideraba imperfectas, las han admirado como ustedes lo hacen en este momento. Esto le ha supuesto un gran honor, pero no le ha rendido ni un céntimo. El gobierno, que dio demasiado al Señor Daguerre, declaró que nada podía hacer por el Señor Bayard y el desdichado decidió ahogarse. ¡Oh veleidad de los asuntos humanos! Artistas, académicos y periodistas le prestaron atención durante mucho tiempo, pero ahora permanece en la morgue desde hace varios días y nadie le ha reconocido ni reclamado. Damas y caballeros, mejor será que pasen ustedes de largo por temor a ofender su sentido del olfato, pues, como pueden observar, el rostro y las manos del caballero empiezan a descomponerse.
H. B. 18 de octubre de 1840"


Hyppolyte Bayard había presentado a la Academia de las Ciencias de París los experimentos fotoquímicos que llevaba realizando desde 1837. Fue el propio Aragó (recordemos, secretario de la Academia) quien le disuadió en 1839 de presentar su invento a favor del ya conocido Daguerre ofreciéndole a cambio 600 francos del Ministerio del Interior para sufragar los gastos de una buena cámara. En junio de 1839, antes de la presentación oficial de la fotografía, Bayard organizó una exposición de fotografías que recibió una gran acogida e incluso repercusión en prensa. Aún con todo el nombre de Bayard se acalló y este se vengó con una broma pesada en la que fingía haberse suicidado, despechado por el comportamiento del gobierno francés ante su invento.

Una vez que Bayard reapareció para desmentir su suicidio, la repercusión de la imagen del ahogado fue inmediata. Bayard no sólo había creado la primera imagen conceptual de la historia fotográfica, sino también el primer autorretrato y el primer desnudo además de abrir la puerta al macabro género de fotografía post-mortem que viviría una auténtica edad de oro. La imaginación tomaba el relevo al academicismo y el mero dominio de la técnica para llevar a la fotografía hacia la ficción de manera que el fotógrafo inventase con su cámara al igual que lo haría un pintor.

miércoles, 29 de abril de 2009

El fotógrafo accidental


INTRODUCCIÓN
Me veo en la obligación, antes de abordar el tema escogido para hoy, de realizar unos pequeños apuntes históricos que ayuden a centrarse al lector.


Pocos años después de la presentación oficial de Daguerre ya existen otros procedimientos que plantan cara al daguerrotipo. Es el caso del calotipo, patentado por Henry Fox Talbot en 1841 y que empezó a tener adeptos gracias a algunas de las mejoras que presentaba: La imagen era multiplicable (frente a la copia única que proporcionaba el daguerrotipo); el soporte era el papel, mucho más económico que la placa metálica bañada en plata de su antecesor. Además este soporte propició la aparición de las primeras ediciones fotográficas impresas; el tiempo de exposición era menor, facilitando en especial los posados, que podían prescindir de los macabros artilugios que mantenían inmóviles a los modelos en los estudios de daguerrotipia. Sin embargo, el calotipo no conseguía la nitidez ni el tono metálico tan apreciado hasta entonces. Dicha imperfección era producida principalmente por la textura del papel. Además la imagen se teñía de un color marrón que la hacía especialmente bella. Por ello Talbot decidió bautizar a su invento como calotipia (del griego kalos, belleza) y no talbotipia como le sugerían sus más allegados. Junto a Nièpce y Daguerre, Talbot es considerado uno de los padres de la fotografía y para él reservaré una larga entrada cuando llegue el momento. Hoy me bastará con reseñar su desastrosa tarea de protección que llevó a cabo de su invento. La patente apenas fue respetada en Inglaterra y fuera de sus fronteras ni siquiera tenía vigencia. Es el caso de Escocia, lugar donde situamos al personaje de hoy.

DAVID OCTAVIUS HILL
Hill era un pintor y litógrafo nacido en Escocia en 1802. Se dedicó principalmente al retrato y quizá lo más destacable de su obra pictórica es que no ha trascendido en absoluto. Su vida profesional se resume en pocas líneas:

Gracias a su puesto de secretario de la Academia Escocesa de Pintura, recibió en 1843 el encargo de pintar un mural que conmemorara la firma del Acta de fundación de la Iglesia libre de Escocia, que se acababa de independizar de la de Inglaterra. Hill debía retratar a cerca de quinientas personas que habían participado en la escisión y ante la imposibilidad de hacerlo solo recurrió a un joven fotógrafo, Robert Adamson, alumno de Henry Fox Talbot, quien le había enseñado la técnica del calotipo. Por aquellos años no eran pocos los pintores que recurrían a la fotografía como cuaderno de esbozos. Pues bien, en este caso la tarea de Robert era la de retratar, bajo la dirección artística de Hill, a los modelos que posteriormente pintaría este. Pronto su trabajo se extendería a la fotografía de paisaje y retratos costumbristas de la sociedad escocesa de la época. Los retratos de Hill y Adamson son de una abrumadora calidad técnica y una belleza digna de los mejores pintores renacentistas. Es precisamente el valor de estos trabajos lo que le otorgó a Hill, sin pretenderlo, un hueco en la historia del arte y no sus cuadros. La prematura muerte de Adamson tan solo cinco años después del inicio de sus colaboraciones llevaría a Hill a cerrar el estudio y volver a dedicarse a la pintura, terminando en 1866 el fresco inspirado en sus calotipos. El cuadro en cuestión ha desaparecido y paradójicamente tan solo se conserva una reproducción fotográfica del mismo.

Hill no puede calificarse (como lo hacen algunas historias de la fotografía) como el primer fotógrafo retratista. Sin embargo, sus retratos gozan de algo de lo que no pueden presumir sus antecesores daguerrotipistas: la naturalidad de sus modelos. Quizá sea un detalle que se nos pase desapercibido, pero si analizamos estos retratos encontraremos su importancia como punto de inflexión en la historia de la fotografía:

En los primeros años de la fotografía, el desconocimiento de la técnica hacía comportarse a los retratados de formas diversas pero la mayoría de ellos reaccionaban con poses estáticas y gestos hieráticos. ¿Por qué entonces los modelos de Hill y Adamson se muestras tan frescos y despreocupados ante la cámara?

En primer lugar por las condiciones técnicas que diferenciaban el calotipo del daguerrotipo. Por ejemplo, el menor tiempo de exposición del que requerían así como la decisión de fotografiar en el exterior, alejados de la artificiosidad del estudio permitían una mayor relajación del modelo. Con frecuencia encontramos a sus modelos reposados en alguna columna, sentados e incluso tumbados en el suelo, una actitud inédita hasta entonces.

En segundo lugar, el estatus social de los modelos. Si bien los daguerrotipos estaban destinados exclusivamente a la clase alta (una pieza venía a costar en 1840 unos cinco dólares, el sueldo mensual de cualquier obrero), Hill y Adamson comenzaron a fotografiar a individuos de todas las clases sociales. Podemos imaginar el privilegio que podían sentir las clases más humildes al ser “observados” por ese artilugio mágico al que miraban con una inocencia muy alejada del orgullo con el que posaba la clase burguesa, engalanada con sus mejores joyas y vestimentas.

Con Hill y Adamson la fotografía comienza a popularizarse y se rompen los mitos y miedos en torno a la cámara oscura (algunos auguraban que un artilugio que producía una imagen tan nítida y veraz como la propia naturaleza tenía la capacidad de robar el alma).

En la actualidad la naturalidad en el retrato sigue siendo un reto del que no todo fotógrafo puede presumir de salir airoso. El secreto o la técnica no aparece en ningún libro y es difícil precisar si un buen retrato en ocasiones es mérito del fotógrafo o del modelo, si para captar la esencia de este hay que conocer bien a la persona antes de la sesión o dejar esa tarea de reconocimiento al momento de la toma. Ni siquiera los grandes maestros se han puesto de acuerdo en esta cuestión así que no creo que me corresponda a mí abrir de nuevo la polémica.

viernes, 17 de abril de 2009

Lisa Fonssagrives-Penn (1911-1992)



A raíz del comentario de Jim me he puesto a investigar acerca de la modelo de la fotografía “Mainbocher Corset”. He de reconocer que al leer el comentario me he imaginado a Horst corriendo con su maleta fuera del estudio aquel fatídico día de 1939 y dejando enterrada para la eternidad a la joven. Pues bien, nada más lejos de la realidad.

Su nombre era Lisa Fonssagrives-Penn, modelo y bailarina profesional que además estudió la carrera de bellas artes. Nació en Suecia en 1911. Llegó a ser una de las modelos más conocidas (apareció en más de 200 portadas de Vogue) y la mejor pagada de su época, siendo considerada por muchos como la primera gran “super modelo”. Sin embargo ella se calificaba a si misma como una “buena percha”. Posó para fotógrafos tan conocidos como Man Ray, Richard Avendon o Irving Penn, con quien se casó en 1950. Al estallar la guerra se mudó a Estados Unidos junto a quien era por entonces su marido, el fotógrafo francés Fernand Fonssagrives. Allí compagina su trabajo de modelo con el de fotógrafa. A partir de los años 50 deja a un lado su trabajo de modelo para convertirse en diseñadora, profesión que le duró poco tiempo.

En los ´60 se dedica a la escultura en mármol, bronce y fibra de vidrio siendo representada por la galería Marlborough.

Murió en 1992 en Nueva York a causa de una neumonía.

En el año 2008 John Galliano presentaba una colección de alta costura inspirada por ella.

“Mainbocher Corset” (1939)

Siempre he preferido la sencillez de las formas compositivas a la sobrecarga de elementos inútiles que se hacinan en el marco de la imagen, restando interés y atractivo al objeto-sujeto retratado. La mujer de espaldas es uno de los motivos fotográficos o pictóricos que cualquier artista aborda antes o después en su estudio. Sin lugar a dudas la silueta femenina es la Belleza por antonomasia por lo que la porción que el artista ha de aportar a su trabajo es (o debería ser) prácticamente nula.

Quizá la espalda más famosa de la historia de la fotografía es la surrealista “Le violon d´Ingres” de Man Ray de 1924 para la que Ray había tomado como modelo una obra pintada por Ingres para retratar la forma antropomorfa del violonchelo.

Mi “espalda favorita” es “Mainbocher Corset” del fotógrafo Horst P. Horst. Horst es considerado por muchos como el primer fotógrafo de moda, aunque aceptar completamente tal calificativo sería en mi opinión menospreciar a algunos de sus precursores como Barón Adolphe de Meyer, Cecil Beaton, Edward Steichen e incluso Man Ray, fotografos que merecerán un extenso capítulo.

Horst trabajó especialmente para la revista Vogue a partir de los años 30. “Mainbocher Corsé”, tomada en París en 1939 fue, según el fotógrafo, la última fotografía que tomaría antes de la II Guerra Mundial. Ese mismo día era llamado a filas y se embarcaba en el Normandie sirviendo al ejército de Estados Unidos como fotógrafo. El propio Horst contaba años más tarde que no se explicaba cómo pudo tomar la fotografía horas antes del caos. Y conociendo las circunstancias históricas, ¿cómo pudo realmente realizar una fotografía de tal quietud y sosiego? Quizá fuese la propia modelo quien, agotada después de toda la sesión, regalaba este momento al fotógrafo mientras se desprendía de las prendas con las que había posado.

La fotografía posee todo lo que una obra de arte debe tener, es decir, casi nada. Una elegante figura reposa sobre un soporte que se funde sutilmente con el fondo. La única fuente de luz que baña la escena proyecta una dura sombra cuya masa negra queda suavizada por la caída del lazo y la textura de la pared.

“Mainbocher Corset” es un claro ejemplo de que el arte puede transportar al espectador a un lugar misterioso y bello, casi intocable, dando la espalda (nunca mejor dicho) a las adversidades que rodean la propia historia.

Horst murió en 1999, tras una larga vida de lujo y fama.

lunes, 6 de abril de 2009

"Punto de vista desde la ventana de Le Gras" (1827)

El 19 de agosto de 1839 Louis-Jacques-Mandé Daguerre, escenógrafo de profesión, presentaba oficialmente la fotografía al mundo en la Academia de Ciencias de París. El nuevo descubrimiento, bautizado como "daguerrotipia", causó una gran expectación y sorpresa especialmente en los círculos científicos del París del s. XIX. En su exposición detallaba minuciosamente el procedimiento que había seguido hasta dar como resultado una reproducción exacta de la realidad. Daguerre se otorgaba así el título de "padre de la fotografía" sin hacer mención alguna a quien diez años atrás había conseguido la primera imagen fotográfica conocida, Joseph Nicéphore Niépce, que murió tres años antes de la citada presentación.


Desde 1816 J. N. Niépce llevó a cabo experimentos para lograr la captación y fijado de imágenes a través de la cámara oscura. En sus primeros experimentos, Niépce consiguió plasmar imágenes de escasa nitidez que se desvanecían al poco tiempo. No fue hasta 1827 cuando por primera vez consigue fijar sobre una placa de estaño el "punto de vista" desde su ventana, en Le Gras, en Saint-Loup-de-Varennes, para lo que requeriría ocho horas de exposición directa al sol, obteniendo como resultado una imagen negativa. Niépce bautizaría su descubrimiento como "heliografía". En octubre de ese mismo año se desplaza a Londres con la intención de dar a conocer sus trabajos. Allí entabla amistad con Francis Bauer, quien intenta hacer llegar a Niépce hasta algunos de los miembros más influyentes de la Royal Society. Un cúmulo de malas casualidades (entre las que destaca la profunda crisis en la que estaba sumergida la citada institución) obligan a Niépce a regresar a Francia sin que su descubrimiento viese la luz. Como agradecimiento, éste decide regalar a Bauer algunos de sus trabajos entre los que se encontraba el "Punto de vista desde la ventana de Le Gras".


A su paso por París, Niépce muestra interés por el diorama, una atracción que daba cabida a espectáculos ópticos y que había diseñado Daguerre realizando una variante del Panorama inaugurado en Londres por Robert Beker en 1792. Niépce entra en contacto con Daguerre en 1828 (gracias al contacto del óptico Chevalier) con la intención de intercambiar información de sus descubrimientos, hecho que les lleva a firmar en diciembre de 1829 un contrato de asociación por el cual Niépce entregaba todos sus estudios sobre heliografía a Daguerre y éste hacía lo mismo con el Diorama. A partir de entonces ambos trabajaron en la mejora de obtención y fijado de imágenes tomadas del natural (ya que hasta entonces una de las aplicaciones de la heliografía era la reproducción de grabados y dibujos). Hasta 1833, fecha de la muerte de Niépce, sendos investigadores trabajan en paralelo intercambiando información de sus avances. A partir de esa fecha es Isidore, hijo de Niépce, quien hereda el contrato que su padre mantenía con el dueño del diorama. Daguerre aprovecha este momento para proseguir sus investigaciones en silencio evitando que Isidore, que apenas había participado en el proceso, tome el relevo de la investigación. Daguerre, que ya en 1832 había tomado otra dirección en sus investigaciones utilizando placas de plata como soporte en lugar de las de cristal por las que optó Niépce, viaja en 1837 a presentar sus adelantos a Isidore, quien queda maravillado. Entre otras mejoras destaca el tiempo de exposición, reducido a tres minutos (frente a las ocho horas que se precisaron para el "Punto de vista de Le Gras"). Isidore, incapaz de cualquier aportación científica, accede a la modificación del contrato firmado por su padre indicando que se trata de "un procedimiento inventado por Nicéphore Niépce y perfeccionado por J. Louis-Mandé Daguerre".

La presentación del daguerrotipo en 1839 que conllevaría la compra de la patente por parte del gobierno francés borró cualquier vestigio del nombre de Niépce. Gracias al contrato que Isidore mantenía con Daguerre, ambos consiguieron una pensión vitalicia de 4000 y 6000 francos anuales respectivamente en compensación por los gastos asumidos para llevar a cabo el proceso fotográfico.

En 1841 Isidore publicaría un libro que reclamaba la paternidad del invento para su padre. También demostraba las aplicaciones que Niépce quiso dar a la heliografía mucho más allá de la mera reproducción pictórica, base sobre la cual se apoyaron malintencionadamente Daguerre y el Secretario de la Academia de las Ciencias, François Aragó (que había mostrado gran interés por el invento de Daguerre) para negar la postedad de la patente a Isidore.

La historia le debe, pues, a Daguerre el perfeccionamiento y difusión de un invento cuya repercusión no fueron capaces de vislumbrar ninguno de sus pioneros y que sin embargo debe su origen al genio e inquietud de un investigador provinciano que, paralelamente a los tiempos que corren, vivió toda su vida en una continua crisis económica.

"El punto de vista desde la ventana de Le Gras" no fue descubierta hasta 1952 por Helmut Gernsheim en Inglaterra, quien al tomar la placa pensó en un principio que se trataba de un espejo rodeado de un marco dorado. Y es que la "heliografía" en cuestión, como si un de artilugio mágico se tratase, sólo es visible con una determinada inclinación.